Milonga en la ciudad invisible
Existe una ciudad oculta, en la que hay códigos que desconozco, es la ciudad donde habita la milonga de Buenos Aires.
Suena la milonga. De todas las parejas, elijo una, la sigo con la mirada, encandilado. Los varones, bien vestidos para la ocasión, firmes, decididos, sólidos. Las mujeres, buenas compañeras, se avienen al movimiento, guían al hombre. Lo enredan, lo seducen.




La música se detiene, hay un silencio abrupto. Las parejas se comunican, hay emoción y seducción en el ambiente. Es un milagro en la era de Tinder y de los whatsapp, hay vida más allá de la pantalla.
Rodeo la glorieta de Barrancas de Belgrano, veo siluetas desplazándose, parejas en las que el hombre se ve erguido, la mujer se enreda entre las piernas del varón, zigzaguea. Entre los dos, generan un ritmo y una cadencia.
En mi pueblo de ruinas griegas en el Mediterráneo no sé bailar la sardana. No me acerco tanto a la gente como aquí. No estoy tan predispuesto al encuentro, no conecto con la emoción como en esta glorieta.
Al cabo de un rato, una mujer que he estado mirando fascinado, tal vez más joven que yo, me dice a quemarropa:
“ Querés bailar”.
“ No sé bailar tango” le respondo y quizás un poco dolida, tal vez sin entender, con naturalidad, me insiste.
“ Aprendés”. Tiene una mirada suave y un tono porteño, esa manera imperativa de decir las cosas.
“ Es que no quiero pasar vergüenza” .. El hombre que estuvo bailando con ella se acerca. Tiene estampa de lo que yo imagino como varón porteño, como los demás hombres que se mueven en la glorieta con una masculinidad que parece fuera de lugar en este tiempo. Estas relaciones no parecen “ vínculos” como las define la nueva generación, como escuché que las nombraba un cómico de standup de mi edad en un espectáculo en “ La Cueva” de Avenida Corrientes.
En la milonga hay algo más visceral que mirarse desde el cariño y el respeto mutuo sin dar lugar a abusos o malos entendidos.
Ahora es un swing lo que suena, quedan solo dos parejas bailando. Lo hacen con una gracia que resalta su entrega al ritmo y al movimiento.
“ Los extranjeros no saben bailar, hay milongas por todos lados, hay un profe todos los días a las seis de la tarde, bailamos todos los días acá”.
“Me encantaría aprender”, digo como única respuesta a su batería de afirmaciones. Me mira. Tal vez no es habitual que un hombre no exprese lo que sabe. Supongo que un argentino sabe hacer asado, sabe bailar tango, sabe jugar al fútbol….lo ostenta y lo demuestra.
“ Hay que seguir la música” me dice. “ Mirá ese, no sabe seguir el ritmo, ¿ves?”
Al día siguiente me acerco otra vez a la glorieta. No compruebo ninguna de las afirmaciones de mi interlocutor. Solo encuentro una sesión de zumba con aerobics al ritmo de cumbia.
Hay niños jugando dentro de la glorieta, al lado de una familia sin hogar, entera, incluyendo a tres niños y a los abuelos, mendigando.
Un aluvión de 200 personas cruza Juramento. Cantan. Todos llevan una camiseta que dice amor- acción. No tardo en escuchar la voz de las predicadoras. “ Solo Dios puede salvarnos, Cristo murió en la cruz por nosotros”. La aglomeración suma gente de todas las edades, aparecen de todos lados. Llegan hipnotizados, con cara de bondad. A duras penas esquivo la multitud y decido adentrarme en las profundidades de Buenos Aires.
Me tomo el 60, que lleva a todos lados.
Llego a una casona anaranjada en Avenida de los Incas, donde me atiende un actor algo más joven que yo. Lo he llamado para pedirle información sobre un taller de teatro, quiero adentrarme en el arte dramático de Buenos Aires. Dialogamos sobre el drama y la escritura, sobre el hecho teatral, sobre la fenomenología de que alguien nos vea como definición del acto teatral.
La charla se va por las ramas, es intelectual, no parece aterrizar. El tipo me quiere vender su taller, yo tengo ganas de hacer teatro. Me gusta lo que oigo, la propuesta, el espacio.
Me da buena vibra este patio abierto, la casa ambientada para ensayos, puestas en escena. Participo dos talleres de improvisación en el entorno Barcelona- L´Escala, en uno aprendo la velocidad de reacción, el tener objetivos claros y el decir a todo que sí. En el otro aprendo la lentitud y el poder del fenómeno como inspiración para bellas puestas en escena.
No sé que aprenderé en este taller que he encontrado en Buenos Aires. Según el actor que lo da, se trata de entender lo que pasa entre la gente cuando se acerca, cuando pasamos la capa superficial y empezamos a explorar lo que hay atrás o debajo de lo que se manifiesta.
He llegado hasta Corrientes más arriba en la línea B.El enorme shopping de Abasto parece absorber todo el ansia de consumo como un agujero negro. Me he encontrado en el camino a un grupo judíos ortodoxos.
Estoy en el barrio del Once, que preserva su impronta de espacio de tenderos y comerciantes que le dan identidad. Casi no hay bares a esa altura de Corrientes. Aún no se vislumbra el obelisco como final del recorrido.
Lo único que alcanzo a ver antes de que mi teléfono celular muera, es que puedo regresar a Belgrano con la línea D , que sale frente al teatro Colón.
La noche de Buenos Aires, con sus marquesinas luminosas, con sus rockeros de calle interpretando a Virus y a Ceratti, sus teatros repletos, sus familias enteras mendigando, sus turistas ávidos de adrenalina porteña, sus parrilladas típicas y sus ómnibus cruzando el obelisco, es terca: no me deja volver.
Las paradas de la línea D están cerradas, todas, nadie sabe explicarme por que. Encuentro, como un refugio, un bar abierto en Cerrito y Lavalle, logro revivir mi teléfono. Me entero que es el 29 el que me llevará a casa, en Libertad y Corrientes.
En la noche cerrada aparece el monstruo 29 para devorarme y devolverme de donde vine.
Estoy en un bucle, no vuelvo a encontrar la milonga. Vuelvo una y otra vez a pasar por la glorieta de Barrancas de Belgrano. No están ni los milongueros ni los religiosos. Solo hay gente tomando mate sobre el césped, como si no hubiera un fín del mundo por el que preocuparse
Tal vez la milonga fue una aparición, una ensoñación como el cartel que indica el nombre de la calle Bioy Casares en Recoleta, donde el espíritu de Bioy y de Borges se respira.
El museo está cerrado y ofrecendos pizzas y dos cervezas por 19.000 pesos en la happy hour.
“¿ Para qué quiero dos pizzas y dos cervezas?” Le digo a la porteña que me extiende la oferta…” con una pizza y una cerveza me alcanza”. Paso de largo y ese día termino en un un bar en Quintana. El local se esconde en un rellano, lejos del turismo.
Escucho a la población local, muy mayor, hablando de sus cosas en porteño. Son personajes como Bioy Casares y Borges, preocupados por el devenir del tiempo y las ficciones de la vida.
La ciudad es profunda, empiezo a observar a sus habitantes, sumidos a veces en un silencio taciturno y expectante,, a veces gritando a través del móvil sobre algo muy íntimo que los enoja muchísimo. “El tenis es lo único que me importa en la vida y si me lo quitás me mato” amenaza una voz joven detrás de mí. Giro y me doy cuenta que es un médico hablando con su pareja. “ No me podés sacar el auto un día de semana entendés? El tenis es sagrado para mí, no me podés hacer eso boluda”.
A veces me alegro de estar solo, de estar a 11.000 km de mis hijos, de no tener que discutir con nadie, de vivir con mis padres en una casa biblioteca y no enfrentar la vida como la he enfrentado a veces.
Me siento perdido en la jungla urbana, más solo que nunca, escuchando a los transeúntes, imaginando cosas que tal vez no son y compartiéndolas porque sí.
Es como si no me hubiese ido nunca de Buenos Aires, como si no hubiera sido yo en este el escenario de la crisis del 2000, en la que estos mismos porteños bramaban por sus ahorros perdidos o encerrados.
Es como si no viera a esas familias mendigando, como si no fuese consciente de la pobreza instalada, de los cartoneros hurgando la basura, de los niños perdidos en las avenidas, de los seres durmiendo a la intemperie, sin tener a donde ir.
“ Vengo de tres fracasos con el mismo plan que estamos ejecutando ahora” dice un funcionario emblemático de una “ casta” que no se sabe si es un invento de Milei o si existe dentro o fuera de la administración actual. “ A ver si esta vez le pegamos”, remata el personaje, sabiendo que la impunidad lo ampara como la noche de Buenos Aires que a mí me impide volver.
No sé si pensar que el tipo es un caradura o soñar con que lo mismo puede ser otra cosa, no sé si creerle o sucumbir en la confusión que me plantea mi propio dilema existencial: repetir siempre el mismo fracaso.
La ciudad me devora, no tengo llave para entrar, no sé volver de donde parece que no me haya ido nunca.
Escucho al predicador gritar por encima de la milonga
Me pregunto si esta es una ciudad real o imaginaria, si estoy aquí o estoy en el sitio que me invento para no estar en la profundidad de otra ciudad invisible, mi propia ciudad de la que no me he ido nunca y a la que parezco no poder regresar jamás.
Hola tu relato de este Buenos Aires me suena lo veo asi recorriendo hay cosas que miras que podríamos charlar la casa biblioteca la conozco mucho para hablar seguimos y te sigo leyendo
La vivencia de explorar Buenos Aires es intensa para un cordobés catalanizado. El relato tiene música de tango. Me encantó la casa biblioteca de tu padre.